En casa, todo estaba preparado: las sábanas sobre el piso y las hierbas para sanar. El olor ácido de la brisa se mezclaba con el olor dulce del incienso. La luz del sol entraba por la ventana y llenaba el espacio de un cálido color naranja.
Sus gritos iban de menos a más, ella entendía que se acercaba a ese momento de paz.
Muchos minutos pasaron, la batalla había terminado: madre e hija -flor y fruto- habían vencido al inframundo. Su llanto se confundía con los cánticos de los presentes, mientras la sangre era removida por el agua.
La abuela Ixchel fue la encargada de separarnos, se llevaron mi ombligo a la milpa y lo enterraron al lado de algunas semillas, mamá me abrazó muy fuerte y al fin lloramos juntas.